sábado, 13 de septiembre de 2008

Rumanía


















Nunca he sabido por qué nos dio por ir a Rumanía, pero allí estábamos. Visto Bucarest, nos fuimos a Transilvania. El pueblo, Brasov. A la bajada del tren, una mujer de unos 50 años que estaba en el andén a la búsqueda de turistas nos abordó hablando un inglés de metralleta. Aceptamos su alojamiento, su coche con chofer para ver la región el día siguiente y su recomendación de ir al norte del país a casa de su hermana dos días después. Esta última parada tenía como objetivo visitar una serie de monasterios que había por la zona. Allí llegamos un poco antes de la hora de comer y de nuevo nos esperaban en el andén. Esta vez no hablaban absolutamente nada de inglés. Era el cuñado de nuestra cicerone. Nos llevó a su casa, allí dejamos las mochilas y le preguntamos (con gestos) dónde podíamos comer. Nos indicó que nos metiéramos en el mismo coche con el que nos había llevado de la estación a su hogar y nos dejó en una especie de puticlub de carretera sin camas ni putas. Al terminar la comida, bien regada con alcohol, eran las cinco. Y del comedor saltamos al bar. Cayeron bastantes copas de dudosos licores. A las ocho, ya bastante borrachos, el cuñado vino a recogernos. Le invitamos a beber con nosotros, pero declinó la oferta ofreciéndose a llevarnos de nuevo a casa. Nosotros, en desagravio, nos negamos. Sepa Dios qué hubiéramos hablado con alguien que tenía escrito en un papel cold y hot como chuleta para explicarnos el mecanismo de su grifo. Tres horas después íbamos tan borrachos que pagábamos copas que no nos servían a precios astronómicos (tratándose de Rumanía) mientras vociferábamos estupideces. Un par de horas más tarde no éramos capaces de andar erguidos a pesar de lo cual decidimos que era hora de volver a casa. Éramos cuatro con distinta tolerancia al alcohol. Sin embargo varias veces nos caímos al suelo hasta llegar a la calle en la que suponíamos que estaba la casa rumana. Y si solo suponíamos la calle, encontrar la casa se antojaba bastante complicado. Nada estaba iluminado. Los coches de las puertas eran todos rojos y de marca Dacia. No había luz dentro de las casas. No había nadie a quién preguntar. Y solo a uno de nosotros le pareció que aquello podía salir mal. El resto bastante hacíamos por no caernos demasiado, y de hacerlo no tirar al suelo a otro. Y el que no iba extremadamente borracho sacó el móvil y marcó el número de su mejor amigo, que estaba en Palencia. Y habló con una serenidad sorprendente:
- Raul, tío, escucha. Estamos en Rumanía. En un pueblo que se llama Mercesti. Está en la provincia de Moldavia, al norte. Estamos en medio de una calle desierta. Hemos dejado todo en una casa y no la vamos a encontrar. Hace frío. Llama a la embajada o algo. Mircesti, Raúl, Mircesti.
Y Raul, tras unos segundos, respondió:
- Tío…, no me preocupes…, que estoy fumao.

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